NARRATIVA

Década de los 70

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Década de 1970: Normalización de la narrativa en canarias

Lista de Emilio González Déniz

Alfonso García Ramos

Luis Alemany

JJ Armas Marcelo

Juan Manuel García Ramos

Ulrike tiene una cita a las 8

Luis León Barreto

Alberto Omar Walls

Fernando G. Delgado

Félix Francisco Casanova

Víctor Ramírez

Cuando hablamos de narrativa en Canarias, se tiene la impresión general de que es un género reciente, que se incorporó a la literatura general en los años 70 del siglo XX. Pero no es así. En Canarias, la narrativa tiene tanto recorrido como la poesía, que ha sido sin duda una presencia permanente desde que Canarias entró en la Historia en el límite de la Edad Media y la Edad Moderna.

Pero es cierto que, si bien la poesía fue siempre una fuente ininterrumpida, la narrativa surgía en intervalos más largos, pero siempre existió, desde los cronistas, y ya en planos más literarios en los cuatro últimos siglos. No olvidemos, como anécdota, que el primer libro escrito por un canario que vio una imprenta fue Ninfas y pastores del Henares, una novela pastoril cuyo autor es Bernardo González De Bobadilla, que curiosamente fue salvado de la hoguera en el recordado episodio de El Quijote.

De modo que, si bien la narrativa canaria surgió mucho antes de la década de 1970, no podemos negar que es en ese momento en el que se normaliza, y empiezan a escribirse novelas que van apareciendo menos espaciadas que hasta entonces. También es verdad que, si bien prepondera la narrativa escrita por la llamada Generación de Boom (reminiscencias de su homónimo latinoamericano), hay otras generaciones que se dan cita en este tiempo, e incluso se publican novelas que habían sido escritas muchos años antes. Basta decir que es en los 70 cuando se publican nada menos que Fetasa y Mararía, novelas de un tiempo anterior, y a partir de ahí se crea una dinámica que, si bien se volvió lenta en algunos años de la década de 1980, ya nunca paró.

Para que este fenómeno se produjera, confluyeron varios factores: en primer lugar, en el tardofranquismo había una necesidad expresiva que trataba de seguir la huella del Boom latinoamericano, y como aquel, no fue una generación, pues había intereses literarios muy diversos, pues lo mismo que la literatura de Cortázar solo coincide con la de García Márquez y Vargas Llosa en el tiempo de publicación, las líneas narrativas de Víctor Ramírez tienen poco en común con las de JJ Armas Marcelo, o la de Juan Cruz con la de Luis Alemany. Pero es verdad que esa generación arrastró a generaciones anteriores al conocimiento público, como ocurrió en América con Rómulo Gallegos, Onetti, Borges, Asturias, Bioy Casares, Otero Silva, Mujica Láinez…

También se dieron circunstancias favorables, como la pujanza del premio de novela Benito Pérez Armas o la creación de editoriales como Inventarios Provisionales o Ediciones JB. Ese cúmulo de elementos dieron lugar a que también naciera una cierta crítica literaria, y que los medios peninsulares se ocuparan de esa eclosión narrativa atlántica, y al grupo de autores se les llamara con cierta sorna “Los narraguanches”. 

Se produce entonces una insistente destilación de novelas y nombres, curiosamente todos varones, aunque ya en la década siguiente la mujer empieza a ocupar su lugar en la narrativa como ya lo había hecho en la poesía, aunque las circunstancias de entonces tampoco tendían a darle el lugar que le correspondía. Pero ese es otro asunto, aunque hay que dejar constancia de que, en toda una década, los nombres que suenan en narrativa son hombres exclusivamente. Todo parece empezar cuando, en 1970, la novela Guad, de Alfonso García Ramos recibe el Premio Benito Pérez Armas, que será uno de los raíles sobre los que circularía la narrativa de los 70.

Y ya se mezcló con la presencia literaria de Isaac de Vega (Fetasa) y Rafael Arozarena (Mararía), quien definía así el movimiento fetasiano: “Fetasa no es nada y sigue siendo Fetasa, no se puede definir, en Fetasa cabe todo; el que va a la contra y entra en el debate, ya es fetasiano”.

Mientras esto ocurría en Tenerife, y Manuel Padorno y Josefina Betancor daban cuerpo y alma a Ediciones JB en Madrid, en Gran Canaria saltaba a la palestra la editorial Inventarios Provisionales, con la implicación, entre otros, del poeta Eugenio Padorno y un entonces desconocido JJ Armas Marcelo, que se las ingenió para hacer un congreso de la Lengua Española en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Fue casi ciencia-ficción que se pudiera estar en las salas del congreso, especialmente el Gabinete literario, con las estrellas más rutilantes de entonces en nuestra lengua. Y entre medias publicaron los primeros cuentos de Víctor Ramírez, que nos hacía recordar a un Juan Rulfo isleño, pero que creó un sello que pronto se convirtió en clásico en su cuentística, que es la obra que desarrolló en esa década, pues su primera novela, Nos dejaron el muerto, no se publicará hasta mediados de los ochenta.

Si algo hay que destacar de la generación genuinamente de los 70 es su tendencia a la experimentación, al juego literario y a la ruptura de las convenciones. Hay algunos intentos muy originales pero que luego decaen, y otros más sólidos tienen ecos de la parte más experimentalista del Boom latinoamericano, y tampoco hay que olvidar en la propia novela española hay una línea que proviene de Martín-Santos y Juan Goytisolo en los años 60, tiene su apogeo en La Saga-Fuga de JB de Torrente Ballester en 1972 y alcanza hasta Gramática parda, de Juan García Hortelano, diez años después. Todo ese ambiente en las dos orillas, hasta que ya en los 80 vuelve la novela realista de la entonces llamada Nueva Narrativa Española, influye en estos jóvenes escritores, aunque algunos, sin desdeñar el juego literario, consiguen obras sólidas. Tales son los casos de Luis Alemany con Los Puercos de Circe y JJ Armas Marcelo con Calima, ambos empeñados en reflejar los aspectos sociales, económicos y políticos de sus respectivas islas.

Luis Alemany se sale de su mundo teatral habitual y trata de hurgar en el pasado reciente de una sociedad marcada por una guerra civil y una postguerra terribles, pero su solvencia literaria le permite usar el humor como elemento fundamental para retratar a una ciudad -Santa Cruz de Tenerife- que no debió disfrutar cuando se vio en el espejo de Los Puercos de Circe

Por su parte, JJ Armas Marcelo hace lo propio con la isla de Gran Canaria, tomando como eje el secuestro y posterior asesinato de un conocido prohombre que tuvo un papel muy protagonista en aquellos años oscuros. Son estas dos novelas marcadamente de “los setenta”, en las que desde el realismo se juega con la literatura como si fuese un instrumento para ponernos delante de nosotros mismos.

También resultaron interesantes libros como La canción de morrocoyo, de Alberto Omar Walls (otro hombre de teatro como Alemany), que se interna en la experimentación y en el juego desde el título, pues bueno es saber que un morrocoyo es una raza de tortuga rara y vistosa que habita en el caribe cubano.

Tampoco podemos olvidar el título que entonces dio Fernando G. Delgado, Tachero, un texto en el que no renuncia a la poesía y forma parte de esos atrevimientos característicos de esa generación.

En una línea más técnica, Juan Manuel García Ramos llevó su experimentación al terreno del lenguaje puro y duro en Bumerán, línea en la que ahondaría en sus entregas posteriores y que abandonaría para trabajar textos más filosóficos. De todas formas, su obra como crítico es muy prolija, con trabajos importantes sobre Onetti, Borges, Neruda, García Márquez, Manuel Puig…

Pero hay dos novelas que marcan claramente a esta generación. Una es Crónica de la nada hecha pedazos, de Juan Cruz Ruiz, un texto que, en sentido literal, dividió las aguas. Hubo un sector de la crítica que enalteció con entusiasmo aquel libro que su autor fue escribiendo cada noche cuando llegaba a casa desde la redacción del periódico. Otro sector, no menos combativo, cuestionaba con denuedo el mismo texto, unas veces porque literariamente el crítico así lo pensaba, y otras porque tal vez se curaba en salud porque al final el protagonista es un joven comunista que pone en solfa la sociedad en que vive, y en tiempos de dictadura muchos se parapetaban en la crítica literaria para escabullirse. En cualquier caso, ese fenómeno de voces a favor y en contra dio alas a la novela, que se convirtió en un éxito, y de alguna manera es un hito editorial que marca casi a fuego la normalización de la narrativa en Canarias. A partir de entonces, publicar novelas era algo normal, no una excepción en tiempos inundados de buena poesía.

Hay otra novela que todavía hoy sigue concitando entusiasmos y muchos silencios que no se atreven a criticarla para no ir contra corriente. Se trata de El don de Vorace, un texto muy peculiar firmado por el jovencísimo Félix Francisco Casanova, un muchacho arrebatado por el mito de la muerte joven y que practicó varios géneros literarios con un sello muy personal. El don que tiene Vorace, el protagonista de la historia, no es otro que el de la inmortalidad, asunto con el que no está conforme, y cuando trata de quitarse la vida fracasa siempre porque por encima de todo está su don. Se ha hablado mucho del malditismo de este escritor palmero afincado en Tenerife, pero los hechos demuestran que ha sido publicado continuamente en todas las décadas posteriores, bien es verdad que, al principio por la dedicación de su padre, el poeta Félix Casanova de Ayala, en ordenar su obra y dar a la luz sus poemas, sus relatos y sus memorias particulares. La obra de Félix Francisco sigue teniendo defensores a ultranza, y en algunas reseñas lo llaman el “Rimbaud canario”, pero lo cierto es que, si bien su obra es muy peculiar y distinta, nunca ha estado en el ostracismo, hasta el punto de que Editorial Demipage realizó en 2017 una edición de sus obras completas, incluyendo, por supuesto, El don de Vorace, que ha contado con entusiastas defensores del calado del novelista Fernando Aramburu.

Y lo mismo que la década se abre y se cierra con novelas peculiares de Alfonso García Ramos (la segunda es Tristeza sobre un caballo blanco) no podemos pasar por alto que, aunque la leyenda de Mararía proviene de muchas décadas atrás (algunos la llevan a la de 1940), su puesta de largo fue en los 70, cuando se convirtió en un acontecimiento editorial y literario y se creó tal vez uno de los pocos mitos modernos canarios, construido alrededor de la maldición que a veces acompaña a la belleza extraordinaria de una mujer. Mararía fue muy leída, y sigue siéndolo, y ha sido objeto de adaptaciones teatrales y cinematográficas, pero en la mente de los lectores sigue estando esa mujer extraña que fue María la de Femés. Y esta obra, aunque de otro tiempo, explotó en plena década de 1970.

Por otra parte, quienes pertenecieron cronológicamente a esa década se aventuraban en el mar literario siendo veinteañeros e inexpertos. Hay que señalar que, al final de la década, se incorpora a la nómina de narradores el hasta entonces poeta y periodista Alfonso O’Shanahan, con su novela Antípodos, cien años de expiación. Algunas de estas obras son muy interesantes, y el fenómeno en su conjunto merecería más espacio, pero hay que decir que todos maduraron y dieron a la imprenta sus mejores obras en las décadas siguientes (salvo Félix Francisco Casanova, por razones obvias, y, Luis Alemany, que siempre vuelve a las artes escénicas). Todos siguen escribiendo y compartiendo espacio con las siguientes generaciones. Sin embargo, el hecho literario colectivo que tuvo lugar en la década de 1970 en Canarias es un hito en nuestra literatura porque esta generación fue la que normalizó la escritura narrativa en Canarias. Aparte de las glorias literarias individuales, ese es un mérito colectivo de toda la generación y de quienes gestionaron las editoriales y los premios literarios que materializaron el fenómeno, al que no fue ajeno el papel de la prensa escrita de aquellos años.

En definitiva, y sobrevolando factores anacrónicos como Mararía y Fetasa, los diez libros que conforman la columna vertebral de la narrativa de los años 70 son nueve novelas y la colección de cuentos de Víctor Ramírez

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3 comentarios

  1. Magnífica selección, Emilio. Todavía “Los puercos de Circe” de Alemany es mi novela canaria favorita, no se ha escrito nada mejor en mi opinión, pero nunca me gustó “El don de Vorace”. La leí en el instituto por primera vez y luego un par de veces más. Siempre me pareció trivial e infantil, cosa que no niega el gran talento de su autor, quien me parece mucho mejor como poeta. Uno de los grandes dramas de la literatura Canaria contemporánea es el caso Alemany, por llamarlo así. No sé si hay un caso igual de talento desperdiciado.

    1. Estoy de acuerdo con el comentario de Los puercos de Circe, para mí también es mi novela canaria favorita. Después hay otras, por supuesto, muy interesantes, pero si ahora tuviera que elegir una más, quizás diría Historia ilustrada del mundo, que me parece un delicioso texto de Anelio Rodríguez Concepción, y que ha sido bien seleccionada en la década de los 10. Creo que es la novela que más he regalado, y en todos sus lectores ha tenido un efecto similar. Y eso que estoy olvidando No dejaron el muerto, de Víctor Ramirez, que también me generó una gran impresión, bien seleccionada en la década de los 80.

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